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lunes, 8 de febrero de 2010

Memorable San Valentín

¡Qué injusta es la vida! ¿Hay algo más triste que cenar sola en "El tenedor dorado" el día de San Valentín? Pues la respuesta es que sí, vaya que sí. Había quedado para cenar con Violeta, mi prima la bailarina, que está de gira en la ciudad. No había terminado de sentarme y pedir una copa cuando me llama la muy desgraciada para decirme que no va a presentarse porque Iván, el violonchelista suplente, le había propuesto ir a tomar algo y, claro, no podía dejar pasar esa oportunidad. Al parecer tiene un hoyuelo en la barbilla, y Violeta se pirra por los hoyuelos. En un arrebato de independencia muy relacionado con que no había probado bocado desde las dos, me decidí a tomar algo. Y ahí estaba yo, en San Valentín, ojeando mi menú, mientras en las mesas de al lado diversas muchachas ojeaban un sinfín de cajitas monísimas con contenidos de lo más interesantes. La envidia empezaba a asomar sus zarpas encarnadas bajo el hechizo de un precioso colgante de brillantitos localizado en el cuello de una joven de dos mesas a la izquierda, cuando un sentimiento mucho más fuerte lo reemplazó. ¡El horror! En efecto, tres mesas más allá de la del colgantito de brillantes, Arturo, mi exnovio ayudaba a una rubia delgadísima a deshacerse de su bolero. ¡Espanto! ¡Es lo que le faltaba al retal de dignidad que me quedaba, que Arturo me viese cenando sola en San Valentín! Inmediatamente me agazapé detrás de la carta, pero no me sentía segura del todo y opté por esconderme debajo de la mesa.

- ¿Busca algo la señora? – Preguntó un solícito camarero acercándose a la mesa.

- No gracias – contesté en un susurro intentando que se marchase.

- ¿Puedo ayudarla en algo? – Insistió levantando el mantel por el costado más preocupante.

- ¡Suelte mi mantel! – dije enojada tirando de la tela con demasiada energía, lo que hizo que se cayera una copa con gran estrépito.

- ¿Daniela? – Preguntó una familiar voz levantando otra esquina del odioso mantel.

- ¿Arturo? ¡Arturo qué alegría! – Exclamé mientras salía de mi escondite.

- ¿Qué haces aquí sola? – Preguntó yendo directo al grano.

- No, no, no, para nada. No estoy sola, no, – estaba tan nerviosa, - estoy con él. – Dije señalando al citado camarero que en ese momento recogía con gran esmero los trozos rotos de mi copa ajeno a que acababa de comenzar una relación conmigo. - Esta era la única forma de pasar juntos esta noche tan especial. – Sentencié mientras salía de mi escondite. En mi cabeza la excusa sonaba mucho mejor.

- ¡Qué bonito! – Exclamó la acompañante de Arturo que se había unido al grupo.

- Sí, la verdad es que sí. ¿A que lo de la copa ha quedado muy natural? – Dije tratando de dar un toque de misterio al asunto.

- ¿Por qué no nos sentamos juntos? – Propuso el fideo que se dio a conocer como Margarita.

- Uy no, no. Yo es que ya me iba.

- Aquí tiene sus costillas señora – dijo el inoportuno camarero cuya placa identificaba como Santiago.

- ¡Qué bárbaro! ¡Hasta te habla de usted! – Exclamó impresionada Margarita.

- Ya os lo dije, es un profesional de los pies a la cabeza. Y mira qué detalle, me ha traido unas costillas. No es un broche de diamantes, pero no está mal. ¿Verdad?

- Yo soy vegetariana, no podría aceptarlas – añadió mientras se sentaban.

- ¡Toma nota Arturo! ¡Díselo con unos cogollos! – Dije tratando de parecer animada y metiéndole mano a mi primera costilla. Aquello lo ventilaba yo en un rato.

- ¿Qué tal el trabajo? – Preguntó Arturo cambiando de tema.

- ¡Ah, pues colosal! El Dr. Valle está contentísimo con los resultados que estamos teniendo de los análisis. Son muy concluyentes – afirmé con aire profesional.

- ¿Y qué concluyen? – Mira la pillina del espárrago. Ahora quería pillarme.

- Bueno, son conclusiones muy concretas de mi campo analítico. ¿Sabes?

- Margarita es doctora en geología. – Aclaró Arturo. Vaya por Dios, esta gente aparece como setas.

- ¡Qué coincidencia! ¡Somos colegas!

- Pues sí. Arturo no me ha dejado claro si eres edafóloga o geóloga – Ya, sí. No tenía ni idea de en que terreno se estaba metiendo la tal Margarita.

- ¿Y tú?

- Yo petrógrafa. – Atiza, eso sí que es nuevo. Menos mal que una sabe de etimología.

- Uff, supongo que te estará afectando mucho el asunto de los coches electricos y tal. – Otra costilla, ya sólo me quedaban cuatro.

- ¿Cómo?

- La petrografía no tiene nada que ver con el petroleo, Daniela. Margarita estudia las rocas. - Aclaró Arturo mirándome significativamente.  

- Uy, que no lo habéis cogido. Era un chiste gremial - dije entre risitas tratando de disimular. No parecía que lo de las rocas fuese en broma. Tenía que enterarme.

- Aquí tienen su ensalada – interrumpió Santiago que llegaba con un plato de lo más primaveral.

-¡Qué miradas me echa! ¡Me estoy ruborizando! – dije en cuanto se alejó un par de metros.

- ¿Arturo, quieres una de mis costillas?. – Aquello sonó fatal así que me apresuré a aclararlo – Me refiero a las del plato, no a las mías, claro está. Entre Arturo y yo todo está terminado. Ahora mis costillas, costillas solo las comparto con Salva.

- ¿Quién es Salva? – preguntó curioso Arturo.

- Pues el camarero claro, el camarero de mi amor… - Estaba sudando.

- El camarero se llama Santiago.

- No, se llama Salvador y yo lo llamo Salva.

- Su solomillo, señor –volvió a interrumpir el camarero dejando justo a la altura de mi nariz su placa identificativa.

- ¡Ah no, por aquí sí que no paso! – Exclamé con aire angustiado. - ¡Yo no aguanto ni una mentira más! ¡Entre nosotros está todo acabado! – Grité poniéndome en pie y dejando al atónito grupo estupefacto. – ¡No quiero saber nada más de ti, te devuelvo tus costillas! – Y me largué del salón sin mirar atrás y con un porte, a mi parecer, muy digno.

Un San Valentín memorable, desde luego. Aunque todavía me pregunto quién pagó mis costillas.